domingo, 21 de diciembre de 2014

UN MUNDO SIN HÉROES





I


«Abel: desaprobado”

El salón estaba en silencio. Era un aula como cualquiera, con cien pupitres ubicados de a diez por diez.
Cien niños del primer año estaban a la espera de los resultados obtenidos en el examen de adaptabilidad. Estaban aterrados, sus pequeñas manos temblaban con cada nombramiento. Era la primera vez que rendían ese examen y, en caso de aprobar, sus vidas cambiarían para siempre.

«Adam: desaprobado”

Una educación pensada para que dejen de pensar anuló casi por completo su adaptabilidad, convirtiéndolos en seres incapaces de ajustarse a situaciones desfavorables.
Todas las expectativas estaban puestas en Cynthia Banach; ella brillaba en medio del salón.

«Adler: desaprobado”

Con solo tres aciertos el examen de Adler era el de un individuo que no saldría airoso de ninguna dificultad. Él, además, había respondido la mitad de las preguntas al azar; un año de educación vacía bastó para destruir su imaginación.

«Anderson: desaprobado”

Cynthia seguía esperando ansiosa, sus inquietos ojos verdes jamás se habían visto tan grandes. Había dejado su mejor esfuerzo en el examen; le daba miedo aprobar, pero el test era a prueba de trampas.

«Archibald: desaprobado”

Las preguntas habían sido formuladas por los mejores estudiosos de la mente, y si no se respondían de forma sincera, la grilla de resultados así lo indicaría.

«Ayala: desaprobado”

El mejor amigo de Cynthia era el simpático Eric Babbard. El regordete niño jamás realizaba las tareas que le daban en la escuela, y era el próximo en la lista.

«Babbard: desaprobado”

Eric estuvo a punto de saltar de su asiento; pero Cynthia lo observó con su mirada inquieta y, con un gesto casi imperceptible, le indicó que mantuviera silencio.

«Ball: desaprobado”

Cynthia Banach sería la siguiente en ser nombrada. Tragó saliva y cerró los ojos, aunque el resultado era obvio para todos.

«Banach: aprobado”

El profesor hizo una pausa. El silencio fue absoluto. Los alumnos dejaron de respirar mientras la pequeña Cynthia se paraba, se colgaba su mochila rosada en la espalda y se dirigía aterrada hacia la puerta.

Afuera del salón la esperaban unos hombres vestidos de blanco, quienes la dirigieron fuera de la escuela sin decirle una sola palabra. No tenía sentido resistirse, de todas maneras los hombres de blanco la llevarían con ellos.

Nadie supo a dónde llevaron a la niña ni qué fue lo que le hicieron; ni siquiera sus padres.


II


Cuando el nuevo líder se impuso, supo que era cuestión de tiempo que lo expulsaran del poder con la misma fuerza con la que él lo había tomado. No lo haría cualquiera, por supuesto, la mayoría de los ciudadanos solo seguían al rebaño. Era muy pequeño el porcentaje de personas que representaban una amenaza para el gobierno, mas sólo un individuo voluntarioso habría bastado para iniciar una revolución.

El nuevo líder fue precavido; decidió identificar a todos aquellos con un alto índice de adaptabilidad, a aquellos potenciales héroes capaces de enfrentar todo tipo de situación adversa y salir triunfantes, capaces de convertir una debilidad en una fortaleza.

Eligió a los mejores estudiosos de la mente y los hizo diseñar métodos que descubrieran a aquellos con tendencias para el pensamiento lateral, hábiles en técnicas para resolver problemas de manera imaginativa.

Cualquiera que se destacase en su rubro, sea cual sea, sería considerado peligroso. Cualquier llamado de atención era suficiente para que caiga una fuerte investigación sobre la persona para ver si aquella genialidad provenía o no de una mente de tendencias revolucionarias.

Así envió a sus hombres de blanco en busca de artistas, científicos, profesores, filósofos e inventores. La gente comenzó a evitar hacer cualquier cosa que se escapase de los cánones impuestos por las personas mediocres; y el mundo se volvió mediocre.

Todos sabían lo que estaba ocurriendo, pero nadie se animaba a decirlo; guardar silencio era menos arriesgado. Así, el nuevo líder controló todo. Tarjetas de crédito, teléfonos, televisión y hasta los historiales de búsquedas de internet de la gente eran de su conocimiento. De esa manera se computaron datos que permitían pronosticar cualquier riesgo para el gobierno.


Muchos evitaron llamar la atención, pues los adultos son mejores mentirosos que los niños, por lo que el gobierno comenzó a apuntar al lugar en donde debería iniciarse el desarrollo de técnicas del pensamiento: la escuela.

Se redujo el nivel de educación, pero cada pantano tiene su flor, y el nuevo líder debía arrancarla de raíz.

Cada año los niños rendían un examen de adaptabilidad, uno que seriamente todos desaprobar. ¿Por qué? Porque aquellos alumnos que aprobaban jamás volvían a ser vistos con vida.


III


El nuevo líder no perseguía a las personas como Natalie; los mayores no eran considerados peligrosos.

Durante años, muchos de sus conocidos fueron perseguidos por mostrarse ingeniosos y librepensadores. Perdió vecinos, amigos, parientes…, todos los desaparecidos habían hecho algo interesante, algo que los diferenciaba del resto.

Vio ir y venir a los temidos hombres de blanco numerosas veces. En ocasiones se llevaban a alguien con ellos; otras, se encargaban ahí mismo de la situación, enfrente de todos y a plena luz del día.

Natalie había sobrevivido a muchos regímenes, algunos habían sido en verdad extremos; era mayor, pero aún ardía fuego en su mirada.

―¿Por qué nadie hace nada?, ¡carajo! ―les gritaba indignada a los más jóvenes.

La respuesta era obvia: porque mientras más extremo era el abuso de autoridad, más le temían al nuevo líder. El miedo había llegado al punto en que la gente se paralizaba con tan solo pensar en lo que aquel régimen era capaz de hacer. Además, muy en el fondo de ese temor había una cierta tranquilidad, la tranquilidad de sentirse protegidos de posibles golpes de estado que pudiera conducir a un mal peor. Cuando eso sucede, las esperanzas se desintegran; todo está perdido cuando el valor no basta ni para fantasear con revertir la situación.


IV


Kravchenko no era un artista cualquiera, su arte despertaba mucho más que una simple admiración. Era imposible contemplar sus obras sin sentirse conmovido, perturbado, sin que algún sentimiento olvidado se movilizara en lo más profundo del ser.


Algunos creían que él había hecho algún pacto con dioses oscuros para poder plasmar en una sola obra todo el conjunto de emociones humanas, pero aquello no le habría sido necesario. Su maestría se debía no solo a su habilidad innata, sino también a años de práctica y dedicación. Sucede que muchos lo envidiaban y les resultaba imposible de creer que tanto arte pudiera salir de un solo individuo; eran personas que subestimaban al género humano, incluyéndose a sí mismas.

Una noche, Kravchenko hizo una gran exposición en la galería nacional de arte. Sorprendió que el nuevo líder no hubiese prohibido su presentación, algo que acostumbraba hacer cuando se trataba de un artista de vanguardia. El público, habituado a las obras clásicas y corrientes, estaba ansioso por ver algo de una técnica tan novedosa como la suya.

La galería se llenó como nunca cuando miles de fanáticos hambrientos de sus creaciones asistieron a lo que prometía ser un espectáculo completamente revolucionario.

Entre sus nuevas obras, llamó mucho la atención la denominada La caverna; se trababa de la escultura de un hombre con el torso cubierto de sangre, pidiendo a gritos que lo dejaran salir. Su rostro mostraba la desesperación de una sociedad apresada por su gobierno. Algunos, adiestrados a esculturas desabridas, dieron la vuelta y abandonaron la galería de inmediato.

Las almas inquietas siguieron adelante, y se encontraron, entre otras, con Encadenados. La fantástica escultura representaba a un hombre y una mujer alados, rompiéndose las cadenas el uno al otro para luego emprender vuelo. Era un acto muy osado realizar semejante obra, no había lugar para liberaciones de ningún tipo bajo aquel gobierno, y tampoco lo había para la igualdad de géneros.

En esa exposición hubo muchas esculturas impactantes, pero hubo una que se destacó por completo del resto. Había sido ubicada al fondo del largo pasillo para que fuera la última en vislumbrarse, y así la gente se iría con una representación bien clara de la situación social. Se trataba de la imagen más sencilla de la muestra; un mensaje claro y preciso, sin alegorías que podrían ser interpretadas de manera incorrecta. Aquella obra no era otra cosa que la cabeza de Kravchenko, clavada en una estaca.


V


Una noche cerca de fin de año, el Dr Juntz regresó caminando a su casa luego de una dura jornada. El famoso estudioso de la mente acababa de corregir cientos de exámenes de adaptabilidad. No había un alma en las calles; había personas, pero ningún alma.

El sabio dobló en una calle desértica cuando una camioneta negra frenó junto a él. Cuatro sujetos con los rostros cubiertos con máscaras descendieron del vehículo y se lo llevaron por la fuerza.
En la camioneta lo esperaba un quinto rebelde, más pequeño que el resto. Miró a su víctima fijamente y se sacó la máscara, liberando un ondulado cabello gris. Era una señora mayor; muy mayor.

―Buenas noches, Dr Juntz. Mi nombre es Natalie.

La anciana comenzó a buscar algo en su cartera mientras el Dr Juntz intentaba liberarse de los fornidos rebeldes que lo sujetaban.

Natalie encontró entonces lo que estaba buscando y, sin sacar su mano del bolso, se dirigió de nuevo al atemorizado doctor:

―Dígame una cosa, Dr Juntz ―dijo ella―, ¿escuchó esos rumores de torturas y asesinatos ocasionados por algunos grupos de rebeldes?

Natalie hizo una pausa y luego sacó aquello que guardaba en su cartera.

―Por supuesto que los escuchó; pues permítame decirle una cosa al respecto: todos esos rumores… son ciertos.

El desafortunado Dr Juntz –o lo que quedaba de él–, apareció al día siguiente en la entrada de las oficinas del nuevo líder. El mensaje había sido enviado.


VI



Quemar libros, evitar llamar la atención, no cuestionar nada; recetas para una vida larga y tranquila, recetas para convertirse en uno más de los seguidores del nuevo líder y poder movilizarse en paz por sus calles. La familia Babbard era una de tantas que seguían esa receta.

Desde pequeño, el regordete Eric había desaprobado cada uno de los exámenes de adaptabilidad en la escuela. Al joven Babbard le había ido peor cada año y sus padres no podrían haber estado más orgullosos. En realidad no era orgullo lo que sentían, sino más bien una falta de riesgo que los reconfortaba.

«No pienses mucho antes de responder, hijo; pon lo primero que se te ocurra».

Entonces Eric no pensaba.

«Mañana tienes el examen de adaptabilidad; lo mejor sería que te quedaras toda la noche despierto, así estarás cansado y este año volverás a reprobar».

Entonces Eric se quedaba sin dormir y así, al día siguiente, tenía la voluntad de una marioneta.

Sus padres querían lo mejor para él y lo habían logrado; Eric Babbard había obtenido un alto rango en una empresa líder en la cual, trabajando sesenta horas semanales, recibía un sueldo no tan miserable.

Una noche, mientras caminaba sin apuro por llegar a ningún lado, se encontró con alguien que conoció en su infancia; rodeada de unos hombres de blanco venía nada menos que su mejor amiga de la escuela: Cynthia Banach.

Durante treinta años la creyó muerta, pero allí estaba, con sus inconfundibles ojos grandes y verdes. Jamás olvidó la imagen de aquella niña que cargaba una pequeña mochila rosada, abriendo la puerta para salir del salón muerta de miedo.

Al momento en que cruzaron sus miradas, ella también lo reconoció. Eric estuvo a punto de gritar el nombre de su amiga, pero entonces Cynthia lo observó con su mirada inquieta y, con un gesto casi imperceptible, le ordenó que mantuviera silencio.



FIN


jueves, 11 de diciembre de 2014

EL FESTÍN





Una nueva conquista es siempre motivo de celebración, sobre todo en el reino de Lord Raghmair, cuyo poderío solo era comparable con su mórbida obesidad.

La mayoría de los miembros de su corte superaban las cuatrocientas libras, pero el sobrepeso del rey se destacaba incluso entre aquellos robustos cuerpos.

El círculo del monarca era muy ansioso cuando de comer se trataba y, para que el apetito no los exasperara, debían ser entretenidos hasta el momento en que el banquete estuviese listo. Un conjunto de seis malabaristas entró al salón con fin de distraerlos; comenzaron a realizar una coreografía poco agraciada, y para contrarrestar la simpleza de sus movimientos, sacaron unas cintas de tela de todos los colores del arco iris y el espectáculo cobró vida.

Los delgados personajes no hacían más que unos leves movimientos de muñecas, siendo las cintas las protagonistas de la escena, pero aquello alcanzó para alegrar al rey y hacerlo aplaudir.

Las carnes que colgaban de los brazos del monarca se tambaleaban con cada aplauso, produciendo un movimiento continuo, casi hipnótico. Pero pasados unos minutos el espectáculo comenzó a perder su gracia y el desfile de artistas no podía detenerse.

Ingresó un séptimo animador: un titiritero. Su marioneta era una burda imitación del Conde de Breonth, hermano y enemigo de Lord Raghmair. Era común que los artistas se mofaran de los opositores del rey para agasajarlo. La marioneta exageraba las desgracias del rostro del noble y había sido adornada por numerosos cascabeles que lo hacían sonar como una hambrienta serpiente.

El monarca respiraba con dificultad en su trono mientras el sudor caía de su calva, recorriendo su rostro y desdibujándose en las arrugas de la sonrisa provocada por la burla hacia su hermano. Así eran todas las fiestas en el reino, un desfile de entretenimiento extravagante enviado para distraer el apetito insaciable del rey y de su corte hasta llegado el momento de la comida. Personajes de todas partes del mundo conocido y no conocido habían desfilado por el salón principal del palacio, llevando espectáculos únicos, bestias de las que jamás nadie en su reino había oído nombrar y hasta obras de teatro que siguen siendo conocidas en la actualidad; pero a pesar del entusiasmo que el soberano mostraba ante todas esas funciones, nada lo hacía reír tanto como la función más caricaturesca que jamás se vio en sus dominios: la de su pequeño y deformado bufón.

Tan sólo mirar al desdichado hombrecito le provocaba una risotada; jamás se aburría de verlo hacer el ridículo mientras él y sus invitados lo humillaban hasta el límite.

Al principio le exigía al bufón que se mostrara feliz, pero con el tiempo el rey disfrutó más el verlo afligido, ya que el hecho de someter a alguien a actuar más allá de sus deseos lo hacía sentirse aún más poderoso.


Como era costumbre, junto al trono estaba parado un misterioso sujeto cubierto por una oscura túnica de monje asceta. Era imposible de descifrar a simple vista a aquel individuo ya que, contrastando con la túnica, poseía unos brillantes anillos en cada uno de sus largos dedos. Ese enjuto personaje no era otro que Nenddir, el consejero real.

Nenddir el Sabio era conocido en todos los rincones del reino, no solo por su aspecto y por los numerosos rumores que circulaban alrededor de su persona, sino también por su voz, que además de evidenciar erudición en cada frase, era tan grave que nadie podía imitarla sin dañarse la garganta:

―Disculpe mi atrevimiento, su majestad, pero jamás he visto bufón más horrendo que el suyo.

Lord Raghmair quedó perplejo ante aquellas palabras; sucede que Nenddir jamás hacía comentarios que no fuesen de máxima importancia.

―¿Qué está diciendo, Nenddir? Ese es precisamente el físico ideal para un bufón. A mí me divierte mucho verlo caminar con sus múltiples deformaciones, ¿acaso a usted no?

No se trataba de una pregunta retórica, el rey realmente quería saber si al sabio le resultaba divertido el espectáculo; pero el humor de Nenddir era muy difícil de determinar, ya que su espesa barba negra disimulaba casi por completo las mínimas expresiones que realizaba al hablar.

―Es verdad, su excelencia, sus deformaciones corporales son jocosas; lo que no soporto es su rostro, que además de ser grotesco, revela un enorme rencor hacia usted.

Era cierto, el gesto del bufón se llenaba de odio ante las convulsiones de la enorme barriga del rey.

―Le recomiendo hacer algo al respecto, su majestad; los nobles no se sienten muy a gusto en territorios en donde los súbditos odian a su soberano.

El gobernante buscó la respuesta en los ojos de su consejero mientras éste levantaba una ceja señalando al Muro de la Deshonra. Se trataba de la pared del lado sur del salón principal del palacio que había sido cubierta por recuerdos de todas las regiones que el gran Lord Raghmair había visitado y sometido. Allí colgaban armas, armaduras y todo tipo de objetos que alguna vez habían sido símbolos de orgullo para los extranjeros.

El rey no comprendió el plan de su asesor pero, justo en el momento en el que se lo iba a preguntar, Nenddir sonrió a la vez que un rayo de luz se reflejó en su colmillo, y Lord Raghmair supo entonces qué hacer con su bufón:

―¡Oye, tú!, ¡esperpento! ―le gritó― ¡Eres demasiado feo para esta corte, eres la vergüenza de este reino! ¡Cubre tu horrible rostro con una máscara para que tus facciones no ofendan la belleza de estas respetables damas!

El bufón caminó hacia el muro arrastrando su pie izquierdo, la única manera en que podía hacerlo. Al tomar unas de las máscaras, el rey vociferó nuevamente:

―¡Esa no, adefesio!, es demasiado preciada para mí, mucho más que tu propia vida. Ponte la que está a la izquierda: la máscara roja. Sé que es antiestética, pero será una gran mejora comparada a tu repulsiva imagen.

El semblante del bufón mostró un rictus de aversión como jamás había expresado; pero condenado a ocultarse tras la máscara, aquella sería la última vez que alguien notaría su disgusto.

En ese momento los sirvientes entraron al salón principal con el banquete, llevando consigo miles de platos repletos de alimentos. Algunos sirvientes se encargaron de atestar la larga mesa de comida y bebida mientras otros, para no hacer esperar a los más honorables miembros de la corte, lanzaban bocados directamente en sus enormes bocas.

El bufón seguía bailando de manera ridícula mientras los invitados devoraban la cena, en algunos casos lo hacían sujetando trozos de comida con ambas manos, pero había algunos cuyos ademanes parecían no ser tan elegantes, por lo que preferían introducir sus hocicos de lleno en el plato.

―Disculpe que lo interrumpa nuevamente, su majestad ―dijo Nenddir―, pero la máscara del bufón parece incomodar a los comensales. Es demasiado seria, debería hacer algo al respecto.

El rey giró la cabeza hacia su consejero y, dos segundos después, también lo hizo su papada. Su boca contenía comida suficiente como para alimentar a una familia medieval tipo, pero a pesar de ello se las arregló para hacerse entender antes de terminar de tragar:

―¿Y qué podría hacer?, ¿le pido que se ponga otra más alegre?

Haciendo caso omiso a los trozos de carne que expulsaba el obeso monarca con cada palabra, el sabio se dirigió con la misma opacidad de siempre:

―Eso no será necesario, su excelencia; mejor sería hacerle alguna modificación a la que tiene puesta ―dijo Nenddir.

El gobernante buscó la respuesta en los ojos de su consejero mientras éste levantaba una ceja señalando el recipiente de salsa.

El rey no comprendió el plan de su asesor pero, justo en el momento en el que se lo iba a preguntar, Nenddir sonrió a la vez que un rayo de luz se reflejó en su colmillo, y Lord Raghmair supo entonces qué hacer con su bufón:

―¡Oye, tú!, ¡esperpento! ―gritó el rey escupiendo comida hacia todas partes― ¡Esa máscara es demasiado siniestra para esta fiesta, eres la indecencia de este reino! Acércate, haremos algo al respecto.

El bufón caminó hacia el rey arrastrando su pie izquierdo, la única manera en que podía hacerlo.

El soberano arrancó una pata del pollo que tenía enfrente y la introdujo en el recipiente de salsa, luego se la pasó por la máscara al bufón, dibujándole una enorme sonrisa.

―Ahora si te ves alegre, adefesio ―dijo el gobernante, quien también tenía dibujada una sonrisa de salsa.


Risas socarronas rodearon al bufón. Un aliento a comida entre muelas calentaba sus oídos mientras los restos más ligeros de alimento volaban hacia él. En medio de aquel hostigamiento, los huecos de la bochornosa máscara revelaron unos ojos repletos de lágrimas.

Las manos del desdichado hombrecito comenzaron a temblar mientras su rostro oculto se desfiguraba de dolor, y finalmente estalló en un lastimoso alarido.

El pequeño hazmerreír tomó un cuchillo de la mesa y saltó por encima de ésta, cayendo justo sobre el monarca; luego, haciendo uso de todas sus fuerzas, le clavó la hoja hasta el mango en su voluminoso abdomen, abriéndolo de lado a lado.

―¡Guardias! ―gritó Nenddir. Pero era demasiado tarde para el rey.

Los hombres sujetaron al regicida y lo llevaron al centro del salón para que todos contemplaran su vergüenza. El humillado personaje lloró fuera de sí a sabiendas del destino que él mismo se había escrito, pero Nenddir puso fin a sus agudos gritos al apuntarlo con la larga uña de su dedo índice:

―No perderé mi preciado tiempo contigo, esperpento. Suelo hacer que torturen a los traidores al reino antes de que se les corte la cabeza, pero los dioses ya te han castigado lo suficiente.

A la mañana siguiente decapitaron al bufón.

El reino entero estaba inquieto ante el enorme trono vacío, en especial el hermano del difunto: el Conde de Breonth quien, por llevar su misma sangre, era lo suficientemente voluminoso como para ocupar el preciado sillón.

Luego del funeral de Lord Raghmair, su viuda se encerró a llorar en la alcoba real y no quiso salir de allí por horas. La mujer cuya gordura competía con la de su esposo, no lloraba tanto por amor como por el hecho de no saber qué hacer ante los inminentes cambios que se producirían a continuación.

La princesa decidió entrar al cuarto para acompañar a su madre, mientras Nenddir observaba la situación oculto entre las sombras en un rincón del corredor.

Luego de esperar unos segundos entre las estatuas de antiguos héroes caídos, el sabio ingresó también a la habitación, y se dirigió a ellas con aquella voz que, de tan grave, nadie podía imitarla sin dañarse la garganta:

―Disculpe mi impertinencia, su majestad, pero el hermano de su esposo está ansioso por obtener la corona, y debemos actuar rápidamente. Su matrimonio no ha sido bendecido con hijos varones; y además, su delicioso retoño es muy joven aún.

Madre e hija quedaron perplejas mientras el asesor continuaba con su discurso:

―Lo que aquí se necesita es un hombre fiel y respetado que se case con la princesa, para que su familia pueda mantenerse en la cima del poder.

La obesa reina abrió la boca para dar su opinión, pero antes de que pudiera emitir sonido alguno, Nenddir sonrió a la vez que un rayo de luz se reflejó en su colmillo.



martes, 2 de diciembre de 2014

¿ESTÁ USTED CONFORME CON EL MUNDO?





I


«¡Tengo ganas de poner una bomba y matarlos a todos!»

El nuevo líder jamás olvidó aquellas palabras de su primera novia. Le rompió el corazón ese día, pero a la larga él terminó sufriendo mucho más que ella.

Más de tres décadas habían transcurrido desde aquel día y ninguna mujer volvió a quererlo tanto. Él no lo supo entonces, pero hoy no tiene ni la menor duda de eso. ¡Si tan sólo se hubiese dado cuenta del dolor que le estaba causando! Tal vez se habría detenido a reflexionar y otro habría sido su destino.

Fue este hecho lo que lo llevó a imponer sus tantas innovadoras leyes al poco tiempo de tomar el trono. Estaba dispuesto a terminar con la tristeza, a ponerle fin al dolor en el mundo. ¿De qué sirve un líder si no es para evitar el sufrimiento de aquellos a quienes lidera?

No llevaba ni un año al poder cuando dictaminó el Edicto 13: Cada adulto será abastecido de un control remoto.

Muchos han sido los edictos que impuso desde que gobierna, pero ninguno se compara al Edicto 13.

Los controles remotos que menciona el edicto no son más que pequeñas cajas con un solo botón en ellas. No tienen ni una inscripción ni un manual de instrucciones, todos saben que ese control debe usarse únicamente en caso de disconformidad con la vida.

¿Qué activa ese botón? Una bomba que destruye al mundo entero.


II


Tocó la inconfundible bocina de su viejo camión y enseguida su ex esposa salió a la puerta:

―Ya sale ―le dijo―; se está cambiando.

Ya ni siquiera lo saludaba, todo el asunto se había convertido en un trámite.

«¿Para qué se queda parada en la puerta?, ¿acaso lo hace sólo para mostrarme que cada día está más linda?», pronto sus reflexiones fueron interrumpidas por el furioso motor de un automóvil último modelo. El nuevo novio bajó y le dio un apasionado beso. «Si así la besa estando yo cerca, no quiero ni imaginar como la besará en privado».

El galán lo saludó con una sonrisa que lo dijo todo.

Fue la tercera vez en el día que necesitó repetirse a sí mismo el antiguo pero nunca pasado de moda consejo: «Cuenta hasta diez, siempre cuenta hasta diez antes de tomar cualquier decisión». Pero a veces no se puede contar, a veces no se puede pensar.

 
Para no ponerse en riesgo a él mismo ni al resto del planeta, hacía tiempo que había decidido emplear un método que lo obligase a esperar esos diez segundos antes de apretar el botón. En su tobillo tenía una cinta que había sido roja originalmente pero que se había vuelto casi negra por la mugre, de aquella cinta colgaba una llave que abría una pequeña caja debajo de su asiento, en la caja se encontraba otra llave que abría la guantera de su camión, dentro de la guantera guardaba nada menos que su control remoto.

La espera se hizo eterna y las risas de su ex con su nuevo novio le colmaron la paciencia. Se arrancó del tobillo la cinta que había sido roja originalmente pero que se había vuelto casi negra por la mugre, abrió con la llave la pequeña caja ubicada debajo de su asiento, sacó la llave con la cual abrió la guantera y de allí sacó nada menos que su control remoto. Tardó más de diez segundos en realizar todo el proceso, el viejo método de contar hasta diez no habría servido de nada en aquella oportunidad.

Estaba a punto de apretar el botón cuando alguien golpeó la puerta de su viejo camión, se asomó y vio a Natalie; la niña más linda de la faz de la tierra estaba ansiosa por pasar el domingo entero con su padre. Volvió entonces a guardar el control remoto en la guantera antes de que su hija se subiera al camión; y el mundo siguió girando.


III


«Estás muy linda, ¿acaso no te das cuenta de que podrías romperle el corazón a alguien viéndote así?»

Natalie jamás olvidó aquellas palabras de su abuela; era la típica frase de vieja, pero tenía toda la razón. El Edicto 5 había sido removido por el nuevo líder, pero el sentido común aún indica que arreglarse en demasía es una falta de consideración hacia los demás. Nadie debe llamar la atención en un mundo en donde todos los adultos poseen un control remoto, nadie debe tener derecho a decepcionar ni a hacer sufrir, ni a hacer desear ni a hacer sentir.

«Si me abandonas… ¡apretaré el botón!»

«¡Acuéstate conmigo o nos mataré a todos!»

Natalie fue martirizada numerosas veces debido a su aspecto pero, lo intentara o no, siempre fue muy atractiva.


IV


Ayer fui al hospital a ver a mi madre en pleno horario de clases; sí, soy de faltar seguido. Falto porque da lo mismo si uno asiste o no al colegio, de todas maneras el Edicto 8 indica que no debe haber calificaciones y que todos deben aprobar.

Natalie me dijo que me acompañaría al hospital, pero ayer cambió de opinión y fui solo. No es la primera vez que cancela una cita conmigo a último momento; algo le sucede.

No quiero ni considerar la posibilidad de perderla, aquello me destruiría. No dejo de pensar en ella, ninguna otra mujer me gustó tanto; claro que son pocas las que se ven así de lindas.

En la clase de historia aprendí que hace muchos años el nuevo líder dictaminó el Edicto 5 sobre la prohibición de verse atractivo, pero pronto lo removió por ser demasiado difícil de juzgar; además, algunos se ofendían si no se les llamaba la atención por no cumplir con este mandato. Mientras estuvo en vigencia, los desfiles de diseñadores, la producción de accesorios y en general todo lo que tenía que ver con la moda desapareció; luego de la remoción de este edicto, la falta de interés en el aspecto físico se mantuvo por costumbre.

En medio de una de mis tantas reflexiones llegué al hospital. Mi madre estaba bien, se trataba tan sólo de una operación de vesícula; nada por lo qué temer. La gente me preguntaba preocupada por su salud, no por ella en sí, sino por la posibilidad de que pudiera sentir que todo estaba perdido y apretara su botón.


Desde que se dictaminó el Edicto 13, nada causa más miedo que una persona que no tiene ganas de vivir. De todos modos no había riesgos de que mi madre hiciera estallar el mundo, sin importar que tan enferma estuviera ella jamás haría algo así. Pero la Señora Z, ubicada en la cama adjunta, atravesaba una situación completamente diferente y, a decir verdad, su afligido gesto era inquietante:

―Aquí están sus pastillas, Señora Z ―dijo la enfermera―. Y por favor cuente hasta diez, siempre cuente hasta diez antes de tomar cualquier decisión.

La Señora Z tenía apoyado el pulgar en su control remoto. ¿Por qué? Porque nadie jamás la había querido ir a visitar al hospital ¿Por qué? Porque nadie jamás la había querido.

Su pellejo gris pesaba demasiado como para fingir una sonrisa. De repente, sus labios secos y cuarteados dejaron salir un hálito de ultratumba:

―Uno, dos, tres,…


V


Natalie secaba sus lágrimas con un pañuelo mientras los rostros silenciosos del autobús la apuntaban. Parecía cuestión de tiempo para que ella metiera la mano en su cartera en busca de aquello en lo que todos estaban pensando.

El tiempo se detuvo cuando abrió el cierre, introdujo la mano y comenzó a revolver entre sus cosas.

«¡No lo hagas!, ¡por favor!» pensó más de uno, pero el Edicto 21 prohíbe entrometerse en los asuntos de los demás en lo que respecta al uso de los controles remotos.

Finalmente Natalie encontró lo que estaba buscando: un nuevo paquete de pañuelos descartables con el cual seguir secando sus lágrimas.

El autobús entero respiró.


VI


Odio estas charlas motivacionales de fin de curso, ¿qué sentido tienen? Intentan aconsejarnos sobre la elección de nuestras carreras pero todos los que trabajan tienen el mismo salario, y los que no trabajan… también. No hay razones para sobresalir del resto, de hecho eso es lo que todos quieren, que seamos iguales, de ese modo nadie siente envidia y nadie se siente disconforme con lo que la vida le dio.

No sé qué pensarán mis compañeros, pero a mí no me sirven en absoluto estos debates que impuso el nuevo líder.

Pronto terminaré mis estudios y no tengo ni la menor idea de lo que haré; es más, ni siquiera sé que haré en mi cumpleaños y es dentro de una semana. Sólo sé que el 2 de diciembre seré mayor de edad, justo ahora cuando no estoy de humor para festejos. Mi mente está demasiado ocupada en Natalie. Desde que me abandonó, no puedo dejar de pensar en ella… ni en el control remoto.



FIN


jueves, 27 de noviembre de 2014

SUEÑOS DE UN HOMBRE NORMAL





La primera vez que lo vi creí que era una persona normal. Se podía pasar horas hablando con él sin notar la menor extrañeza. Alguien me contó que fue el único de su familia en sobrevivir a un terrible accidente; jamás lo habría imaginado, pues siempre estaba sonriendo.

Un día interrumpió una conversación de lo más interesante con un gesto casual:

―Debo retirarme, mis pájaros no se entrenarán solos.

Por supuesto que lo tomé como una metáfora; aunque ahora que lo pienso, ¿a qué otra cosa se pudo haber estado refiriendo?

Como era un hombre muy agradable, un día se lo pregunté. Me dijo que estaba entrenando a una docena de aves para atarlas a una bicicleta y saltar desde un acantilado. Intenté entonces hacerlo regresar del umbral de su locura, pero mi soliloquio no cambió su parecer:

―Lo sé ―me dijo―, en el fondo lo sé, pero ¿qué otra opción tengo más que la de vivir en una fantasía?

El día llegó y entonces lo vi; surgió del horizonte con una rechinante bicicleta y no más de doce aves atadas al manubrio.

Comenzó a avanzar hacia el precipicio mientras yo lo seguía con la vista; pero en el instante final, cuando estaba a punto de saltar, no pude evitar cerrar los ojos. Al abrirlos no volví a ver a mi amigo, y entonces fui corriendo hasta el borde del acantilado; aunque ahora que lo pienso, ¿qué otra cosa esperaba hallar más que un cadáver aplastado contra la roca?

Entonces, riéndose de Galileo, lo vi elevarse junto a sus pájaros como en un sueño.

Y pensar que la primera vez que lo vi creí que era una persona normal…




domingo, 16 de noviembre de 2014

NOCHES DE PLACER





Podría intentar hacerte creer que soy la ejecutora de una justicia divina, un componente dedicado a repartir a cada quien su merecido. Podría, quizás, alegar demencia; decirte que mis actos son producto de un trauma en mi niñez, de un cambio de rumbo en la estructuración de mis neuronas. Podría…, pero no te engañaría.

Lo mío no es más que un vicio. Sé que tengo la capacidad de dejarlo en cualquier momento, pero lo disfruto. Es un placer, un fin en sí mismo. Lo mío no es heroico, solo soy un monstruo social que se aprovecha del caos que hay en este funesto espectáculo de marionetas llamado humanidad.

Cada viernes por la noche me pongo un provocador atuendo que destaque mi figura, me pinto una enorme sonrisa y salgo en busca de una nueva presa: el primer patético transeúnte infrahumano que me mire con lujuria. A veces me hago llamar Vicky; otras, simplemente me pongo el nombre que él quiera oír. Luego de inventar una cifra acorde a su automóvil, me dejo llevar como un trofeo voluptuoso.

Una vez que estamos a solas, lo primero que hago es encender el televisor y poner la película menos ortodoxa que encuentre. Algunos reaccionan de inmediato ante esa escena, quitándome el control remoto de un manotazo. Me excita esa reacción, me río de su rechazo ante aquello para lo que supuestamente me buscaron:

«¿Te gusta lo sucio, lo perverso?»

El tiempo en que sus labios tardan en comenzar a temblar ante esa pregunta me indica el tamaño de su monstruo interior. Pero mi monstruo es más grande.

Yo leo a la gente, como un terapeuta, aunque lo mío es más intuitivo. No me perfeccioné leyendo libros, sino con la experiencia. Si las imágenes del televisor son pasadas por alto, siempre acierto al escoger mis siguientes palabras:

«Dile a mami lo que te gusta»

El cambio en el tamaño de sus pupilas me indica el grado de no superación de su complejo de Edipo. Nunca fallo cuando realizo esa pregunta, es que no se la hago a todos, sino a aquellos perturbados corazones que se avivarán al escucharla.

Pero lo que más me divierte es meterme con aquello que aman por sobre todas las cosas:

«¡Oh, Dios mío!»

La manera mecánica en que recitan el segundo mandamiento me indica cuánta sangre han derramado para aprenderlo. Me doy cuenta entonces de que en realidad no lo comprenden, sino que lo saben de memoria.

Al momento de cruzarse conmigo, sus crueles destinos estarán escritos. No existen reacciones capaces de salvarlos del sufrimiento que les espera.

Te preguntarás para qué evalúo sus reacciones…; es simple, porque disfruto hacerlo, porque no conozco mayor goce que asesinar a un ejemplar perfecto, uno que falle en cada una de mis pruebas.

Podría intentar hacerte creer que soy la ejecutora de una justicia divina, o decirte que mis actos son producto de un trauma en mi niñez, de un cambio de rumbo en la estructuración de mis neuronas. Pero no intento engañarte; lo hago porque soy un monstruo social, lo hago por placer y nada más.





domingo, 9 de noviembre de 2014

ARREBATASTE MI VIDA





―Vos sos un cerdo, que solo quiere mi cuerpo.

―Claro que sí, tu cuerpo quiero, y el de nadie más.

Aquella fue la respuesta perfecta a las provocaciones de Amanda. Es que ella lo incitaba, lo desafiaba.

José Luis la deseaba como una fiera: de un modo puro. Así fue como logró sacarle por primera vez su máscara adulta, ella jamás había confiado tanto en alguien. Pero Amanda no nació desconfiada, sucede que perder a sus padres cuando aún era una niña hizo que por siempre se sintiera sola en el mundo.

―Mi monstruo supremo, mi abyecto paladín.

Él era mayor que ella, pero era de esos hombres que conservan eternamente un aspecto de muchacho de barrio, y sus brazos le inspiraban una seguridad paternal con mezcla de refugio salvaje.

―Vos me convertiste en el monstruo que soy, Amanda; vos me arruinaste. Ya nada me resulta interesante si no lo comparto con vos.

―Dame un beso, componente vil, personaje ruin y sutil.

Amanda adoraba describir a José Luis en forma exagerada y precipitada. Tenía alma de poetisa, pero cuando estaba a solas con él la pasión transmutaba sus palabras en disonantes e irónicos insultos. Él no los tomaba a mal, por el contrario, le devolvía el insulto provocándola aún más.

―¿Vil? Pero si vos sos una bruja, la noche en que te conocí me arrebataste el alma.

José Luis la abrazó y con caóticos besos comenzó a trastocarla como un jazz mientras las impetuosas caricias de Amanda lo arremetían como un tango. Entre los besos hubo una mordida, ella lo apartó y lo miró a los ojos sorprendida porque le había encantado sentir sus dientes clavados en su hombro. José Luis la empujó a la cama y su novia cayó acostada, pero en lugar de saltarle encima, se detuvo. La vehemencia de sus labios y las ansias de sus ojos lo habían petrificado.

Amanda no siempre tuvo esa mirada avasallante, nunca antes se había sentido tan cómoda en la intimidad. Su falta de entrega pudo deberse a que, luego de morir sus padres, vivió con su tía y su tío, quien no perdía oportunidad para tratarla de manera inapropiada; pero con José Luis era diferente, ella anhelaba sentir su tacto.

―¿Así me vas a dejar?, ¿deseándote con locura? ―preguntó ella―. Me parece perfecto, el día que te vayas te pido que le hagas honor a tu llegada; no te desprendas de mí desgarrándome lentamente, prefiero que te amputes de mi cuerpo como un miembro gangrenado.

Él la había atropellado, había irrumpido en su monótona vida con sus aires de rebeldía; pero a pesar de su aspecto, conservaba una cierta ingenuidad cuando intimaba con Amanda. Cuando estaban a solas lo dominaba un deseo nervioso que se materializaba en un tacto virginal sobre sus curvas.

José Luis tomó valor, se acercó a la cama y se puso sobre su amada; y entonces el mundo se derrumbó. Todo un mar de personas enmascaradas se había evaporado a sus alrededores dejando una ciudad desértica, siendo aquella habitación era el último oasis lleno de vida.

Por primera vez en veinte años Amanda se sintió completa, su vacío no había sido fácil de llenar, no después de haber visto a sus padres y a su hermano arrollados por aquel automóvil tras subirse a la vereda. Solo ella se salvó, y fue corriendo hacía cada uno de ellos para intentar la imposible tarea de contener a sus tres agonizantes familiares. Mientras tanto alguien llamó a la ambulancia; algún alma generosa, pues el conductor del automóvil se dio a la fuga y jamás se supo nada sobre él.

Amanda se quedó sola. Finalmente halló a alguien tan solo como ella y lograron estar solos pero juntos en un mundo donde todos están solos y apartados.


Por la madrugada se encontraron en el ojo de la tormenta de pasión desatada hacía unos instantes. José Luis estaba en un sillón junto a la ventana mientras Amanda recuperaba el aliento sentada en el suelo sobre un almohadón.

―¿Dónde te escondiste todo este tiempo? Sos el hombre perfecto.

―No soy perfecto. Por cada virtud tengo mil defectos.

―Sos cariñoso, sexy y apasionado, yo disfruto de cada instante que pasamos juntos y sé que vos también; además tenés un buen trabajo, no tenés vicios… bueno, excepto el de fumar el único cigarrillo que compartimos por las noches.

José Luis le dio una profunda pitada al cigarrillo y luego se lo pasó a ella.

―Amanda…, yo soy un desastre.

―¡Eso no es verdad! Algún día escribiré un manual sobre el hombre perfecto; será fácil, simplemente será cuestión de describirte.

Las paredes de la habitación estaban repletas de libros. Allí había cientos de textos de autoayuda, ensayos de psicología y una extensa colección de filosofía; desde Hume hasta Descartes, desde Heráclito hasta Parménides.

―No se puede poner todo en un libro. Que me disculpe Descartes, pero hay cosas que solo se aprenden mediante la experiencia –dijo José Luis.

―¿Ah, sí?, ¿qué cosas por ejemplo?

José Luis hizo una pausa mientras su visión se perdía en el vacío del mundo desértico al otro lado de la ventana.


―Hay algo que no te conté porque me aterra hacerlo. Jamás se lo dije a nadie pero hoy voy a quitarme la última máscara que me queda.

―Podés decirme lo que quieras, no te juzgaré. Hay cosas de mi pasado que también te quiero contar, sobre mi familia, sobre mis temores… José Luis, quiero que sepas todo sobre mis muertos.

Su largo cabello había perdido su forma y a pesar de ello, o quizás precisamente por ello, José Luis jamás la había visto más bella. Amanda le pasó el cigarrillo nuevamente y él lo sujetó con una mano temblorosa al mismo tiempo que su aspecto jovial se transmutaba en un gesto tóxico y culposo.

―Antes yo bebía, y mucho. Un día, manejando borracho, perdí el control del auto y me subí a la vereda. Atropellé a una familia y ni siquiera me detuve para ver qué ocurrió con ellos; estaba aterrado y no pude evitar darme a la fuga. Ocurrió hace veinte años y aún lo recuerdo como si hubiese sido ayer. Nunca me lo perdonaré.

José Luis le dio la pitada final al cigarrillo y luego, por no tener un cenicero cerca, lo apagó directamente en el corazón de Amanda.



FIN


domingo, 2 de noviembre de 2014

EL ENCANTADOR DE PÁJAROS





El padre Marcos se acababa de aproximar a la barra cuando escuchó un grito profundo y rasposo:

―¡Pero miren a quién vengo a encontrar en este antro infernal!

Se dio la vuelta y lo vio: un gigantesco anciano cubierto con una túnica.

Por mucho que lo intentaba, a Marcos le costaba encontrar un momento a solas. No llevaba su sotana puesta, pero de todos modos su profesión lo obligaba a escuchar al prójimo. Se levantó y se acercó a estrecharle la mano al misterioso sujeto.

―Hola ―dijo Marcos casi de mala gana― ¿Nos conocemos? Discúlpeme pero no recuerdo su nombre.

―Te conozco, Marcos. ¿Mi nombre? Tengo muchos nombres, tú sabes bien quién soy.

El enorme individuo le apretó la mano con tanta fuerza que Marcos tuvo la sensación de que, si lo deseaba, podría haberlo dejado sin falanges enteras.

Luego del saludo lo invitó a su mesa que, por alguna extraña razón, estaba mucho más sucia que el resto. Se sentó y el sujeto se quedó mirándolo con una sonrisa amarillenta de dientes largos, enmarcada por una barba corroída por la mugre del tiempo. El eclesiástico no pudo soportar la perturbación que le provocaba aquel silencio y se apuró por iniciar una conversación:

―De acuerdo…, y dígame…, ¿se puede saber qué tan grande es su culpa que lo obliga a estar en este sitio hasta estas horas? Ya salió el sol.

―Eso no te importa, no estoy buscando los consejos de un sacerdote. Hablemos mejor de la razón por la que tú estás aquí, hagamos de cuenta de que no la sé; quiero escuchar tu versión.

Marcos se sorprendió ante aquellas expresiones, pero por algún motivo le contó su verdad:

―La razón es simple: ya no tengo fe en lo que hago. Hace años que quiero abandonar la lucha porque siento que ha perdido el sentido. No puedo seguir dando sermones sobre la igualdad de los hombres cuando veo tanta injusticia en el mundo.

El anciano comenzó a reír, luego la risa se transformó en carraspeo y el carraspeo en expectoración.

―¿Y quién dijo que la vida es justa? Además, los hombres no son todos iguales, al menos no lo son en un sentido muy importante: existen religiosos y existen ateos. Esa es una de las pruebas más difíciles de refutar sobre la existencia de Dios.

―¿Se supone que eso probaría su existencia o su no existencia? ―preguntó Marcos.

―Te contaré una historia...


«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, solo existían dos pueblos. Durante siglos perdieron el contacto entre sí, porque cada uno ocupaba una isla. Al principio se comunicaban navegando, pero debido a sus costumbres impuras, involucionaron hasta que las embarcaciones que construían ya no servían para cruzar el profundo mar que los separaba.

Los oriundos de la isla del sur solían recibir en su costa restos de herramientas hechas por el hombre que, aunque eran igual de básicas que las que ellos fabricaban, no las reconocían como propias. Así supieron que no estaban solos en ese océano infinito. La curiosidad, poderoso motor, los hizo construir la más grande embarcación que habían hecho hasta el momento. Entonces se dirigieron al norte, en busca de sus hermanos perdidos.

El rey del sur decidió unirse a la travesía, ya que la misma sed de poder que lo convirtió en rey lo hacía desear ser el primero en saludar y en establecer el comercio con el nuevo mundo.

Todos esperaban el encuentro de sus líderes y fue una gran sorpresa ver que el rey del norte era un joven albino; por otro lado, el rey del sur tenía el cabello negro y la piel oscura, al igual que los demás habitantes de ambas islas.

El rey albino del norte notó el asombro del sureño:

Entiendo la sorpresa de saludar a un hombre-dios, veo que no tienen elegidos en sus tierras y por eso debieron optar por una persona común y corriente para que los gobernara.

El oscuro rey austral quedó estupefacto ante las creencias del residente del norte, y entonces le dijo el motivo de su desconcierto:

Si se refiere a los albinos, sí, los tenemos. Sucede que nosotros creemos que están malditos, y por eso los quemamos apenas nacen».


Marcos se quedó estupefacto y, luego de un instante, se persignó. El anciano lo observó con una sarcástica sonrisa.

―Dijiste que perdiste tu fe, Marcos ¿Por qué te persignas? No te preocupes, hazlo tranquilo, te sorprendería saber cuántos sumos pontífices eran agnósticos.

―Discúlpeme, pero creo que usted no entiende. No sé qué tiene que ver esa historia con mi problema, ¡yo perdí el objetivo de mi vida!

―Ese sí es un problema ―dijo el temible sujeto―, aunque el objetivo no es difícil de reencontrar.

―¿Y cuál es ese para usted?

―El objetivo de la vida es tener siempre un nuevo objetivo.

El anciano se quitó la capucha y el clérigo pudo observar su rostro; su lúgubre aspecto era el de alguien que bien podría tener mil años. Sus escasos cabellos eran tan amarillentos como su barba y sus ojos estaban por completo blancos.

Marcos se quedó inmóvil por unos segundos sin saber qué hacer, luego no pudo con su curiosidad y movió la mano frente al rostro del individuo.

―¿Qué demonios estás haciendo? ―lo sermoneó el anciano―. Deja de comportarte como un estúpido y permíteme contarte otra historia...


«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, el infierno al fin se colmó. Algunos demonios fueron entonces enviados a la superficie a convivir con las personas y, para hacer las cosas más interesantes, los antiguos dioses los dotaron de forma humana.

A algunos se les dio un cuerpo masculino y a otros uno femenino, pero solo se trataba de máscaras, pues todos ellos habían sido hermafroditas en un principio.

Los demonios vivieron vidas ordinarias, pero sus sentimientos no lo eran; ellos no sentían afecto por nadie, por el contrario, buscaban herir a quienes se enamoraban de ellos.

Por supuesto que no formaban parejas entre ellos, pues sabían bien quién era humano y quién no. Su perversa naturaleza los obligaba a arruinar vidas humanas una tras otra.

No todos los demonios lastimaban a sus parejas en forma inmediata, claro; tampoco era una cuestión de dañar a la mayor cantidad de personas posibles, de hecho algunos llegaban a pasar años o incluso décadas planeando el momento para cumplir su funesto objetivo. Lo importante era lesionar en el instante preciso.

No había manera de saber si se estaba en pareja con uno de ellos, porque sus actuaciones eran perfectas. A pesar de ello, muchas personas decían poder reconocerlos, decían notar algo en su sonrisa o en el brillo de sus ojos, pero la verdad es que se trataba de uno de esos asuntos en los que solo es cuestión de creer o no creer.

¿Qué hacían esos demonios una vez que lastimaban a su pareja? Pues no se detenían allí; comenzaban a llorar, a pedir perdón y a suplicar, aunque por dentro reían con crueldad. Con sus escenas muchas veces recuperaban la confianza de los pobres ilusos a los que tenían embelesados; luego, después de un tiempo indeterminado, volvían a arruinarles la vida solo por diversión.

Cuando los humanos y los dioses intentaron deshacerse de aquellos demonios, les resultó imposible. Con el tiempo se fueron reproduciendo y cada día son más.

Te sorprendería saber qué porcentaje de la población mundial ocupan en la actualidad».


―¿Por qué termina esa historia en presente?, ¿se supone que es cierta acaso? ―preguntó Marcos―. Además aún no entiendo la relación entre lo que me cuenta y la pérdida del sentido de mi lucha.

―Una lucha ganada no es lucha; una lucha pareja la pelea cualquiera; lo difícil es luchar por una causa perdida.

―Pero si está perdida, ¿qué sentido tiene?

―Hay que luchar para que la derrota no sea absoluta.

El misterioso individuo hizo una pausa para acomodarse su mugrosa túnica y, por un instante, el harapo desvistió parte de su brazo. En ese momento Marcos pudo ver algunas de las numerosas y profundas cicatrices que cubrían su piel.

―Te contaré la última historia de hoy –dijo con una voz aún más ronca que antes.


«Hace mucho tiempo, cuando el mundo era joven y yo ya era viejo, existió un hombre que criaba pájaros. Su casa estaba repleta de jaulas, tenía miles de ellas, llenas de aves de todos los colores y tamaños. Un día se sentó en un pequeño banco frente a las jaulas de los pájaros adultos que tenía con fines reproductivos, y los contempló durante horas. Estuvo allí pensativo, casi sin mover un músculo, los miró a cada uno de ellos mientras reflexionaba sobre el hecho de que ya nunca podrían volver a volar, porque estaban confinados a sus jaulas para siempre. Pensó que les creaba falsas expectativas al dejarles sus inútiles extremidades emplumadas y decidió entonces cortárselas a todos, para que no vivieran una mentira, para que no creyeran una ilusión.

El pajarero tomó entonces una pinza y les cortó sus alas, una por una, tomándose todo el tiempo del mundo. Las aves chillaban con desesperación, pero él trabajaba a oídos sordos, poseído por su tarea. A las aves más grandes le costaba trabajo cortárselas, debía apretar con fuerza la base de sus alas con la pinza y comenzar a retorcerlas para arrancarlas de sus cuerpos.

A medida que se las iba cortando, iba cauterizando las heridas con un fierro caliente, no tanto para evitar que los pájaros murieran desangrados, sino para asegurarse de que nada les vuelva a crecer de allí jamás».


El rostro del párroco se transmutó en ese momento y comenzó a persignarse.

―Ahórratelo, Marcos ―lo interrumpió el terrible anciano–; aún no he terminado.


«Los pájaros tomaron entonces consciencia de su prisión, vislumbraron su propia finitud. Al saber que todo estaba perdido, de algún modo incognoscible para la mente humana, se pusieron de acuerdo para atacar a su amo. Ellos ya no tenían motivos para vivir, ya sean reales o no, y por lo tanto odiaron a su carcelero. Comenzaron a agitar sus jaulas y estas, al chocar unas con otras, caían al suelo y se abrían. El pajarero quedó estupefacto porque sus aves nunca se habían comportado de ese modo. Le picotearon primero las piernas hasta que se cayó al suelo y entonces le saltaron encima. Lo atacaron hasta que sus picos se destruyeron de tanto colisionar contra su carne y contra sus huesos».


El eclesiástico se persignó de manera compulsiva.

―Ya ves, Marcos; todos los asuntos del hombre son una negociación entre la fe y la razón.

―¡Pero yo no puedo seguir predicando porque ya no creo en nada, porque he perdido la fe! ―dijo con los ojos llenos lágrimas.

―Ten fe en ti mismo; predica tu propio mensaje.

El clérigo intentó sacar su billetera para pagar la bebida, pero le resultó imposible debido a que sus manos le temblaban demasiado.

―Guarda tus monedas, esta vez pagaré yo ―dijo el anciano mientras se ponía de nuevo la capucha.

Marcos se retiró y se dirigió al templo.

En la ceremonia de esa mañana habló con una sinceridad como jamás lo había hecho, y todos los que asistieron aseguraron que aquella fue la mejor que condujo en su vida.

Marcos continuó visitando el bar durante años, todos los domingos antes de cada ceremonia. No iba a beber, tampoco quería oír más historias del sujeto que conoció en aquella oportunidad; solo deseaba saludarlo, pero jamás se volvieron a encontrar.







jueves, 30 de octubre de 2014

ARACNOFOBIA





Si subiera por tus dedos, pronto me descubrirías; sería imposible no causarte un cosquilleo. Te desharías de mí con un golpe certero: un instintivo puntapié al viento. Preferiría, tal vez, subir por tu talón; trepando tu tobillo en un descuido. Ascenderé con cuidado, acariciándote despacio; como si siempre hubiese sido parte de tu cuerpo. Pero doblar en tu rodilla me sería muy complejo, pues tu muslo temblaría sin remedio. Mejor te busco de noche y subo hasta tu oído, para quedarme a vivir en tu cerebro.



miércoles, 29 de octubre de 2014

EL CASTIGO





Me clavaste tu mirada; rebelde, de niña mala.

Suavemente sujeté tus rizos y los hice a un lado, como un caballero, y al rozar tu piel compartimos nuestros miedos.

Creíste que estaría tranquilo, debido a mi experiencia, pero mi corazón también latía con fuerza. Deseaba desempeñar la labor perfectamente, para ti y para los cientos de morbosos que observaban impacientes.

Entonces, sin perder de vista la desnudez de tu cuello, levanté mi enorme hacha y te corté la cabeza. ¡En el nombre del Rey!



lunes, 27 de octubre de 2014

EN EL CUERPO DE JULIETA






―Falta poco para el verano, no puedo verme así ―pensó Julieta mientras contemplaba su hermoso cuerpo frente al espejo.

Ella no soportaba tener ni un kilogramo de más. ¿De más respecto a qué? Respecto al margen imaginario que ella misma se impuso, un margen muy estrecho que la separaba de aquellos patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria, de esos gordos repugnantes que no son más que el resultado de su propia pereza. 

Un pequeño local cuyo rótulo estaba descolorido por el tiempo, la recibió con una entrada clara y luminosa. No había mucho allí, solo unas góndolas casi vacías y un empleado con un delantal cubierto de manchas oscuras. Julieta se acercó al mostrador y el empleado se dio la vuelta, su rostro estaba cubierto por una máscara roja con una gran sonrisa pintada.

―Llevaré uno de esos frascos.

―¿Deseas deshidratarte? ―preguntó el empleado. 

―¡Dios mío, no! Eso arruinaría mi piel… mejor deme una de esas cajas.

―¿Deseas tener un infarto?

―¡No, tampoco!, eso es casi tan malo como lo anterior.

El enmascarado empleado le entregó a Julieta una enorme cápsula negra:

―Toma, prueba esto.

―Gracias, ¿cuánto le debo?

―Guarda tus monedas. Vuelve dentro de una semana.

La máscara del empleado permaneció invariante, por supuesto, pero Julieta tuvo la sensación de que su sonrisa estaba aún más grande.

Al llegar a su casa se sentó y contempló a la enorme cápsula. No tenía el prospecto y no sabía que contraindicaciones ni que efectos adversos podría tener; pero seamos sinceros, de haberlo tenido tampoco lo habría leído.

La popularidad de la que gozaba Julieta no le era fácil de mantener, y hay ciertos puntos débiles a los que ni las más duras horas en el gimnasio logran llegar; pero esos patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria no tenían noción de sus sacrificios.

A la medianoche el silencio fue absoluto, fuera y dentro del cuerpo e Julieta, y luego de observar la cápsula durante unos segundos, la ingirió gustosa- Era tan grande que le lastimó la faringe, y tuvo la sensación de que se le había quedado atorada. Luego de varios minutos el dolor aún permanecía allí y tuvo que beber vaso tras vaso de agua para aliviarse.

Horas después sintió que su estómago estaba a punto de estallar, como si fuese atacado por unos pequeños seres que la golpeaban desde su interior. La aflicción la obligó a recostarse en el suelo hasta quedarse dormida.

Por la mañana no recordaba mucho de lo ocurrido, pero seamos sinceros, nada duraba mucho tiempo en los pensamientos de Julieta. Fue a su habitación a mirarse al espejo y éste reflejó a la mujer más bella que jamás había visto. Nunca su cabello brilló tanto ni sus rizos se apoyaron tan deliciosamente sobre sus hombros; sus ojos parecían llevar un mágico rímel, y su cuerpo… su cuerpo estaba más delgado y tonificado que nunca. Como por arte de magia negra, todos esos defectos imperceptibles que solo ella encontraba en su físico habían desaparecido.

Al salir de su casa acaparó las miradas, pero seamos sinceros, Julieta nunca pasó desapercibida. Claro que aquella vez fue diferente, ella misma se sentía avasallante y caminaba bien erguida, sin todas las inseguridades infundadas que la acosaban constantemente. Todos sus no tan amigos que la vieron ese día le dijeron que se veía espléndida. Siempre se lo decían, en parte porque era la palabra de moda y en parte porque eran unos falsos que solo se lo decían para quedar bien; pero más allá de todo, esa vez Julieta percibió la honestidad en sus sobresaltos.

Otro día pasó y su cuerpo se había convertido en la envidia de todas. Mirando y comparándose con las famosas modelos recordó el viejo dicho: «La televisión engorda». ¿Qué sentido tenía compararse con una imagen corrompida? Fue entonces cuando decidió ajustar su televisor para que adelgazara la imagen y contrarrestara cualquier deterioro que la cámara pudiera ocasionar.

Al día siguiente adelgazó más aún, y pudo finalmente verse tan o más delgada que las estilizadas figuras de su pantalla tramposamente configurada.

Pero la gloria que viene fácil nunca dura mucho tiempo. Julieta comenzó a sentir cambios en su interior y los dolores de estómago regresaron, pero su maravilloso aspecto se mantuvo y eso era lo importante.

Había transcurrido una semana desde que tomó el comprimido y llegó el momento de regresar a la tienda, ese refugio contra monstruos deformados que tanto la deseaban al verla pasar. Allí la esperaba el empleado del delantal cubierto de manchas oscuras y con su máscara roja con la sonrisa pintada.

Julieta le quiso explicar lo que le sucedía pero enseguida él la interrumpió:

―No es nada, Julieta. Tu cuerpo se está adaptando. Lleva estas nuevas píldoras, pronto te sentirás mejor. Regresa en una semana.

Las cápsulas no fueron gratuitas aquella vez, y la tarjeta de crédito de la joven ardió en llamas tras la compra.

Los comprimidos no duraron mucho en la palma de la mano de Julieta y a la mañana siguiente el dolor de estómago se había esparcido a todos sus órganos. A pesar de su belleza, su gesto y su postura ya no eran los de una persona saludable.

―¿Te ocurre algo? ―preguntó el más falso de sus no tan amigos.

Pero Julieta no pudo contestar porque si lo hacía habría estallado en llanto.

«¿Qué me está pasando?» Pensó mientras se miraba al espejo.

Fue a ver de nuevo al hombre de la máscara roja pero, como no era el día indicado, la tienda estaba cerrada.

«No es nada, tu cuerpo se está adaptando», recordó esa frase, frase que no resultó ser cierta.

Sus asuntos no podían hacerse esperar. Esa noche tenía una importante fiesta; importante para ella, que debía asistir si no quería arriesgarse a quedarse afuera de su selecto grupo de no tan amigos, si no quería arriesgarse a formar parte de aquellos despreciados insectos de los que nadie digno de respeto se molesta en recordar.

Un grupo de marionetas sin rostro comenzó a bailar al compás de un ruido muy parecido a la música. Las epilépticas luces encendían y apagaban un escenario que variaba constantemente, y en cada imagen las marionetas aparecían en un lugar diferente. Los dolores regresaron justo en medio de ese funesto espectáculo que la rodeaba y Julieta supo entonces que algo andaba mal con su cuerpo; y supo entonces que algo andaba por su cuerpo.

Una criatura escapó de su estómago y comenzó a trepar por su esófago. La joven comenzó a darse golpes en el pecho para intentar matar al ser que la asfixiaba. Todos sus no tan amigos la miraban pero ella no podía distinguirlos de las marionetas sin rostro que seguían bailando al compás de un ruido muy parecido a la risa. Fue entonces cuando vomitó un líquido oscuro, casi negro, justo en medio del salón. En tan solo un instante la popularidad de Julieta había descendido a un nivel crítico.

La joven se fue corriendo a su casa y se miró al espejo del baño. Las venas de su rostro estaban bien delineadas sobre su grisácea piel, sus labios estaban pálidos y sus rizos ya no se apoyaban tan deliciosamente sobre sus hombros.

De pronto sintió nuevamente que algo se arrastraba; esa vez, subiendo por su faringe. Hizo arcadas y de su boca salió un gusano de casi diez centímetros de largo que cayó directo al lavabo. Tomó un cepillo y lo golpeó hasta destruirlo, salpicando un fluido de color negro muy profundo por todo el baño.

Julieta lloró durante toda la noche.

Al otro día fue a consultar a un especialista, pero no había nadie quien pudiera ayudarla porque aquello que ingirió Julieta no era un medicamento inofensivo; porque aquello que ingirió Julieta no era un medicamento.

El día que le tocó ir a por más cápsulas, Julieta llegó reptando al negocio de su perdicón. Allí volvió a ver al empleado de la máscara roja y volvió a tener la sensación de que su sonrisa estaba más grande.

―¿Qué es lo que me dio? ―gritó Julieta― ¡Me está matando!

―Lo que tú querías para no terminar como esos patéticos transeúntes infrahumanos que te miran con lujuria ―contestó él―. El problema es que no a todos les funciona. Verás, los gusanos se alimentan de tu grasa y de todo lo que hayas comido en exceso; luego, cuando obtienes el balance perfecto, mueren. Pero claro, eso no siempre sucede, a veces se adaptan a su huésped y lo terminan consumiendo.

Julieta lloró a gritos y luego saltó por encima del mostrador para atacar al empleado. Le arrancó la máscara, pero debajo solo encontró otra máscara exactamente igual a la primera, con la misma sonrisa pintada.

Caminó de regreso a su departamento sintiendo que su cuerpo ya no le pertenecía; mientras los patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria la miraban sin lujuria. Una vez que llegó liberó toda su ira y tristeza rompiendo sus pertenencias. Pasó su brazo por la biblioteca tirando todos los adornos que allí tenía, solo había adornos en ella, se trataba de una biblioteca sin libros. Luego tiró el florero sin flores que tenía de centro de mesa y lanzó contra la pared una pequeña caja de madera que tenía en una minúscula mesa, de esas mesas que solo sirven para poner pequeñas cajas de madera. La caja se partió contra la pared pero nada salió de ella porque estaba vacía, porque su única función era ornamental.

Intentó llevarse las manos a la cara para llorar sobre ellas, pero su brazo izquierdo no le respondió. Lo miró, trató de moverlo, pero solo colgaba produciendo unos pobres espasmos. Lo tocó con su mano derecha y tuvo la sensación más extraña de su vida; no había perdido la sensibilidad, solo que era diferente. Sujetó su brazo y lo levantó, y entonces su miembro se enrolló como un despojo. Su brazo había perdido su firmeza, había perdido sus huesos.

Fue hasta la habitación a buscar el teléfono, pero seamos sinceros, Julieta no tenía a nadie a quién llamar. De todas maneras, cuando intentó tomarlo, su mano derecha había sufrido el mismo destino que la otra: se había transformado en una masa de carne flácida incapaz de moverse.

Se lanzó a la cama a llorar desconsoladamente hasta que algo comenzó a ahogarla, levantó la cara de la almohada y vio que ésta tenía una enorme mancha negra. Rodó para poder levantarse y se miró en el espejo, y entonces notó que aquello negro que vio no era otra cosa que sus lágrimas. Comenzó a sentir movimientos en sus entrañas y, tras un fuerte dolor de cabeza, comenzaron a salir gusanos de su boca, de su nariz, de sus oídos, y hasta de sus ojos. Eran como el primero que expulsó, pero mucho más largos; algunos medían casi medio metro.

Su ojo derecho de pronto fue absorbido dejando un agujero, la estructura de su mandíbula se disolvió hasta que la parte inferior de su rostro quedó colgando, todo su cuerpo comenzó a desarmarse a medida que sus huesos iban perdiendo su consistencia.

Su cuerpo vacío cayó al suelo como una inerte cáscara y de él se arrastraron los cientos de enormes gusanos que la habían devoraron por dentro.

Julieta había logrado su objetivo: adelgazó todos los kilos que se propuso e incluso algunos más; ya no había riesgo de que se convirtiera en uno de esos patéticos transeúntes infrahumanos que la miraban con lujuria.